agosto 29, 2010

LA HECHICERA

-¿Serías capaz de matarme?
-De ser necesario…
La miró con los ojos entornados.
Sabía que decía la verdad.

Cyrana dominaba sus dones a la perfección. Desde pequeña y con la inestimable ayuda de su abuela, había logrado perfeccionar cada una de sus virtudes. La anciana fue durante años la bruja más poderosa de la corte. Sin embargo toda su fuerza se basaba en el impecable conocimiento de las artes ocultas.Su nieta era otra cuestión. Ella había nacido
con una estrella que la distinguía.
No era una joven bella, sin embargo su magnetismo la convertían en una verdadera provocadora de arrebatos masculinos.
Los hombres de la corte intentaban seducirla obteniendo siempre
el mismo resultado. No existían regalos, ofrendas o promesas
de amor que pudieran vulnerar el corazón de Cyrana.
Cuando cumplió 16 años, el rey reparó en la hechicera por
primera vez. La vio caminar entre los árboles del jardín real en
medio de la noche. La luz de la luna iluminaba de manera misteriosa
el perfil de la joven. Parecía un ángel flotando entre las sombras.
A partir de ese momento no dejaron de desafiarse. Cuando se
encontraban, a él se le aceleraba el corazón y los ojos de la doncella
relucían como 2 brasas ardientes.
En una oportunidad, un caballero de la nobleza que no pudo resistirse
a la tentación, la acorraló violentamente contra una de las paredes
del castillo. La voz del rey rugió como una fiera enardecida.
-¡No te atrevas a tocarla! –gritó amenazante.
A partir de ese momento todos dieron por descontado que la hechicera
y el rey eran amantes. Nada más alejado de la realidad.
Habitualmente protagonizaban espinosos duelos verbales. Cuando se
enfrentaban, ninguno de los dos reparaba en la condición del otro.
Él olvidaba que ella sólo era la hechicera, y a ella nunca la amedrentó
discutir con el mismísimo rey.
Ninguno de los dos admitía la evidente verdad. La relación de amor-odio
se había establecido desde el comienzo. Pero eran demasiado obstinados
como para reconocerlo.
Un sinnúmero de amantes pasaron por las sábanas del rey. Ninguna lograba
satisfacer sus necesidades. Tenía muy en claro quien desvelaba sus sueños.
Pasaron los años y la obligación de perpetuar la dinastía obligó al monarca
a buscar una princesa consorte. La elegida no tardó en aparecer. Una infanta
española iba a convertirse en la próxima reina. Toda la corte asistió a
la presentación de la princesa extranjera. La única que estuvo ausente fue Cyrana.
La anciana bruja se acercó lentamente al fuego de la chimenea, donde
su nieta leía con fruición un libro de antiguas pociones mágicas.
-Hija, el rey ha solicitado que elaboremos una elixir que ayude a la futura reina
a concebir un heredero sano para la corona.
De pronto la hechicera sintió un dolor intenso en medio del pecho. Apenas
podía respirar. Era como si miles de dagas le desgarraran el corazón y lo
convirtieran en pequeños y sangrantes jirones. Comprendió con absoluta claridad
la oportunidad que había perdido.
Corrió por los pasillos del castillo tropezándose, cayendo de bruces y volviéndose
a levantar. Fue inútil intentar detenerla. Ingresó a la cámara real como poseída por
una fuerza divina. Él giró sobre sus pies y la miró sin sorprenderse.
-Te estaba esperando. –dijo con la voz queda.
La hechicera clavó la mirada en el rostro del rey.
-No voy a ayudarte. –murmuró con voz ronca.
El poderoso hombre no pudo contener la emoción que lo embargaba.
-No me obligues, Cyrana.
-Es necesario. –afirmó la mujer resignada- De lo contrario la mataría sin piedad.
Sabían que se pertenecían. Habían cometido un sólo pecado. No haberse animado.
Ahora era demasiado tarde. La pena de los besos no compartidos y las caricias
perdidas los hería de muerte a los dos.
La condujeron a la horca mientras los tambores marcaban funestos redoblantes.
Una multitud delirante gritaban excitada y esperaba con ansiedad el momento de la ejecución.
No quiso que le vendaran los ojos. Parada en el patíbulo, y mirando la ventana
donde sabía que estaba él, gritó sus últimas palabras con el poder de una sentencia:
-¡Te quiero tanto!
El monarca que no dejó de mirarla ni un sólo segundo, sintió que aquella confesión
lo convirtió en un hombre sin alma. Ella se la llevaba consigo para siempre.
Los ojos se le cubrieron de lágrimas. Cuando la soga rodeó su fino cuello de garza,
miró por última vez la ventana del rey y sonrió.
-Te voy a estar esperando. –susurró esperanzada- Sea donde sea…

2 comentarios:

  1. He caído aquí desde otro lugar, para encontrarme con una historia que me ha conmovido. Muchas gracias.

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  2. excelente como siempre amiga!
    y esta vez... muy conmovedor

    Saludos!

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