septiembre 06, 2010

LA INOCENTE

La vida no las había tratado nada bien. Desde que
escaparon del orfanato su existencia se convirtió en
una tortuosa sucesión de hambre, frío y desolación.
Para Amalia de 14 años y Lily de 10, la casa de la
Polaca fue el refugio que encontraron una lluviosa
madrugada de septiembre.
Ya habían transcurrido 6 años y no terminaban de
acostumbrarse a sobrevivir de aquella manera.
“Sólo es un trabajo”, se repetía Amalia mientras se
secaba las lágrimas con la manga del vestido azul
que tanto odiaba.
La repentina angustia de Lily la tomó por sorpresa.
Un día no soportó más.
Después que el último cliente dejó el billete de $20
sobre la cama, bajó la escalera del conventillo y se sentó junto a su hermana
que miraba la garúa con gesto impávido.
-Estoy embarazada. –murmuró Lily abrumada.
A partir de ese momento, Amalia perdió la escasa paz que había logrado
acumular en su penosa vida.
Intentaron disimular el estado de gravidez de Lily el mayor tiempo posible.
Todo fue inútil.
La Polaca “Vieja Zorra” como era, se dio cuenta desde el principio.
Los meses pasaron volando. María nació en la cama de la Polaca una
madrugada de Abril. Amalia cortó el cordón umbilical de su sobrina mientras
una de las chicas higienizaba el cuerpo de su hermana menor.
-No sé como pagarle todo esto… -susurró Amalia agradecida.
La Polaca la miró con malicia y mostrando los dientes amarillos
por la nicotina, dijo:
-Tu deuda está saldada. –y agregó mientras alzaba a la beba en
sus brazos- Ella va a trabajar para mí.
Una cólera fría y espesa se apoderó de Amalia. La navaja atravesó el cuello
de la Polaca, que cayó al suelo ante la mirada atónita de Lily.
-¡Ella, no! –sentenció Amalia con la voz desencajada.
La Iglesia Nuestra Señora de Pompeya aún permanecía cerrada.
Golpearon la puerta con el último resto de energía que les quedaba.
Los pasos del sacerdote se escucharon minutos después. Las dos hermanas
besaron por última vez la suave mejilla de la recién nacida.
Mientras huían tomadas de las manos, las palabras comenzaron a brotar
de sus bocas como un manantial de esperanza:
“Dios te salve María… Bendita tú eres…”

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