MARíA, LA DIVINA

“Su canto asemeja la herida abierta que sangra entregando sus fuerzas vitales… como si ella fuera la memoria del dolor del mundo”
Kurt Pahlen.-

La mirada cansada se perdía tras el cristal de la ventana. Llovía sobre París y la tristeza
que le atenazaba el alma parecía ir creciendo a medida que transcurrían las horas.
Estaba extenuada. Las noches en vela le aniquilaban las fuerzas y ni siquiera le quedaba
el consuelo de saber que por fin el amanecer vendría acompañado con el sueño reparador.
Los somníferos se multiplicaban sobre su mesa de luz y se mezclaban con las píldoras que luchaban para contener la feroz depresión. Su fiel ama de llaves ya no sabía que hacer con ella. Se negaba a probar bocado y apenas salía del cuarto para asearse.
El golpe de gracia fue conocer la noticia de su muerte. Y pensar que él hacía unas semanas atrás había viajado hasta París para verla. Su amargo rencor impidió el encuentro.
Lo amaba tanto como lo odiaba. Nunca había podido perdonarlo.
Apoyada en el marco de la ventana, cerró los párpados y su mente voló tan lejos como pudo.
Su vida atesoraba apenas unos pocos instantes de felicidad. El resto era una sucesión de pesares y desengaños.
La evidente preferencia de su madre por su hermana menor no fue suficiente para separarlas.
Ambas se profesaban un cariño mutuo. Ese lazo era el único que rescataba de su núcleo familiar. La conducta implacable de su progenitora la marcó a fuego. No podía recordar un sólo gesto de cariño de su parte. La obligaba a ensayar día y noche y el tema de su obesidad era un lastre difícil de soportar.
Todo cambió cuando se convirtió en la bella mujer que conquistó al mundo entero. Ella era la magnífica diosa. Su voz y su imagen hechizaban a las multitudes que se abalanzaban sobre
las boleterías para conseguir un lugar en cada una de sus presentaciones.
A pesar de todo, tuvo que admitir rápidamente, que las monedas del éxito sirven para pagar ciertas deudas. Muchas cuentas pendientes son imposibles de saldar. El resentimiento contra su madre era una de ellas.
Se casó con aquel pequeño y ambicioso hombre con el único fin de huir para siempre de las garras de la familia. Acostumbrada a la monotonía de un matrimonio sin amor, la pasión que
él le despertó durante aquel decisivo viaje en barco, fue como un huracán que devastó todas sus costas.
Se sumergió en el torbellino de la pasión y nada de su antigua vida quedó en pie. Sintió que
su cuerpo y su alma experimentaban un maravilloso renacer.
El mundo entero estaba a sus pies. Sin embargo voces detractoras se alzaban en contra de
su amor. Hizo oídos sordos a las críticas y decidió seguirlo hasta las últimas consecuencias.
Hasta su deseo más íntimo y fundamental se había hecho realidad. Estaba esperando un hijo fruto del amor de su vida. Extendía las manos y sentía que ya faltaba poco para poder acariciar aquel estado de felicidad y esplendor supremos.
No contó con las incomprensibles vueltas del destino. En menos tiempo del que su alma podía llegar a soportar, tuvo que afrontar la muerte de su niño y la postrera y vil traición de su amante.
Su existencia se desmoronó como un frágil castillo de naipes. La pena y la ira carcomieron su voz y el amor del público, se convirtió de un día para el otro en fría indiferencia.
Los críticos se burlaron con saña y no dejaron de pisotear su imagen una y otra vez.
Todos parecían disfrutar destrozando a la leyenda.
Decidió recluirse en París y se propuso permanecer allí hasta desaparecer. Sus discos se convirtieron en fiel compañía. El vinilo reproducía con absoluta nitidez su majestuosa voz.
Cuando él murió, se encerró en su cuarto y allí, sola y con el corazón destrozado, derramó todas las lágrimas que tanto le había costado contener.
Lloró por él, por su hijo y por la vida que no pudo ser. El sueño finalmente había terminado.
Ya no le quedaba nada.
María Callas falleció en París el 16 de Septiembre de 1977. Tenía 53 años.
Como si se tratase de una fatal paradoja, la Divina partió de este mundo en absoluto silencio.

Dedicado a mi papá. Siempre en mi corazón.