agosto 21, 2010

EL VELORIO, LA ABUELITA CONCEPCIóN Y LA BIPOLARIDAD

En nuestra familia, los cambios de humor de la abuelita Concepción eran legendarios. Esta claro que en la actualidad la abuela hubiese
sido diagnosticada como una paciente que padece un inequívoco caso de bipolaridad. Pasaba de la risa al llanto con suma facilidad. En un momento era todo ternura y 5 `más tarde se enojaba y nos corría por el patio con la seria intención de molernos a zapatillazos.
El único que ejercía un poder casi hipnótico sobre ella era el abuelo Vicente. Una sola mirada del abuelito operaba un verdadero milagro sobre la octogenaria mujer.
Sin embargo, todo cambió de forma radical durante el velorio de Vicente. La abuelita visiblemente afectada y vestida de riguroso luto, había organizado una despedida digna de un santo varón. La antigua casona del barrio de Pompeya estaba ornada con exquisitos arreglos florales y el abuelito había sido acondicionado en el lecho matrimonial, cual héroe de la patria.
De pronto y en medio de la conmovedora escena, hizo su aparición una mujer de unos 50 años. Entró cubriéndose el rostro con un fino velo de encaje y sin titubear, se arrojó sobre el ataúd del abuelo.
-¡Cómo te voy a extrañar Vicente! –exclamó desconsolada.
Se hizo un silencio generalizado. Nos mirábamos unos a los otros sin saber
cómo reaccionar. Fue entonces, que la abuela Concepción poseída por
una fuerza ciega y feroz, corrió hasta la cocina y sacó a la intrusa a escobazos.
Mis tíos salieron detrás de la abuelita y recién en la esquina de la casa, lograron
detenerla y regresarla al velorio. La trajeron con el cabello todo revuelto y la ropa
desarreglada. Con los ojos desorbitados y mirando a su difunto cónyuge,
vociferó fuera de sí:
-¡Viejo desgraciado!
Como represalia ante semejante ofensa, Concepción ordenó a la empresa funeraria,
abstenerse de acondicionar la sepultura. Nada de lápidas, ni cruces, ni siquiera
una mísera placa de identidad que mencionara el nombre del marido infiel.
Transcurrida una semana del descomunal escándalo, el ánimo de la abuela fue
mutando a medida que pasaron las horas. El odio y el resentimiento, lentamente
dejaron paso a un profundo sentimiento mezcla de pena y añoranza.
La tía Martha contó en secreto, que por fin la abuela había dado el visto bueno
para adecentar la tumba del abuelo Vicente.
Una mañana y sin previo aviso, mi hermano Joaquín y yo fuimos arrancados de la
cama y después de tomar la leche con bizcochos, acompañamos a la abuelita
al cementerio. Mientras Concepción avanzaba majestuosa por el sendero
del camposanto, nosotros dos la seguíamos cargando enormes ramos de
crisantemos amarillos y blancos que ella misma había comprado.
-Miren chicos –dijo la abuela con la voz ahogada- Ya empezaron a remover la tierra.
Era verdad, una montaña de tierra fresca se notaba recientemente paleada.
Con asombro y un dejo de tristeza, observamos como la abuela se arrodillaba
sobre la sepultura y daba rienda suelta a todo el dolor que había logrado contener
urante aquellos días.
La pobre lloraba como la Magdalena y se agachaba con dificultad para besar
los terrones de arcilla húmeda que cubrían el féretro de abuelo. Gesticulaba como
una posesa y se golpeaba el pecho de manera casi teatral. Los alaridos que profería,
cual solo de María Callas, lograron alterar el ánimo de los deudos que venían a
visitar a sus parientes muertos.
-¡Te perdono Vicente! Un desliz lo tiene cualquiera… -sollozó magnánima.
En ese momento de terrible dolor, se nos acercó un señor alto y muy bien trajeado.
Era pelado y usaba unos anteojos con marco de carey color negro. En la solapa del
saco pudimos ver su identificación. Era un empleado del cementerio.
Su mirada denotaba una pizca de incomodidad. Pensándolo bien era lógica su actitud.
La escena, que la abuela había montado en ese momento, ponía incómodo a cualquiera.
-Ustedes sepan perdonar mi intromisión –susurró avergonzado- pero por cuestiones
administrativas, es mi deber informarles que los restos de su abuelo fueron
removidos a otro sector…
Joaquín me miró espantado. Yo no sabía si reír o llorar. De modo instintivo, ambos
dimos un paso atrás. Considerando los antecedentes del carácter voluble de la abuelita.
¿Quién iba a ser el valiente que le iba a informar que se había pasado la última
media hora, llorando y disculpándose sobre la tumba equivocada?

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