septiembre 04, 2010

EL CORNUDO

Para ser sincero su casamiento fue básicamente
un tema de rebelión juvenil. Su padre y sus hermanos habían construido un mini imperio comercial y habían decidido de modo unilateral que él no era apto para los negocios. Lo mantuvieron apartado de los asuntos familiares como a un verdadero paria. Su progenitora no se quedaba atrás. De manera insistente y cotidiana le echaba
en cara que su vida transitaba sin rumbo alguno.
Para colmo de males, la naturaleza había sido mezquina con sus atributos físicos. De estatura baja, a pesar de comer como una piraña, no lograba engordar un solo kilogramo y su cara estaba infectada por enormes granos que se negaban a
desaparecer aún habiendo superado ampliamente la etapa de la adolescencia. Ni hablar de su nula capacidad para la charla.
Si alguien lo apuraba, comenzaba a tartamudear y un sudor copioso empezaba
a perlar su rostro de manera desagradable.
Obviamente la primera experiencia sexual de Rafael fue paga. El recuerdo de
aquella desconocida exageradamente maquillada lo dejó marcado de por vida.
Estaba tan nervioso que no lograba la erección. Salió corriendo de allí con los
pantalones en la mano y padeciendo las burlas de los clientes que esperaban su turno.
Entonces apareció ELLA. La conoció en una fiesta de cumpleaños.
Sin duda era una mujer muy llamativa. Llevaba el cabello suelto hasta la cintura
y el calce profundo de sus pantalones lo obligó a disimular la tirantez en su bragueta.
Todos la observaban con la boca abierta. Sin embargo la chica no miraba a nadie
en especial. Se paseaba como una hembra de pavo real, calentando a cada uno de
los machos de la fiesta.
De pronto sucedió el milagro. Mientras tomaba una cerveza negra en la terraza,
una voz suave y seductora le susurró al oído.
-Me llamo Isabel.
Se le erizaron los vellos del cuello de manera inmediata. Cuando giró para mirarla,
ella estaba parada tan cerca de él que casi le derrama el vaso de cerveza sobre la ropa.
Después de escuchar el monólogo de Isabel -él ni siquiera pudo articular una sola palabra-
ella le aferró la mano y lo invitó a bailar.
A partir de esa noche mágica, nunca más recuperó la tranquilidad. Por un lado,
soportaba con estoicismo las críticas iracundas de su familia y por el otro padecía de
manera insana la posibilidad cierta de que aquella diosa lo abandonara.
Oponiéndose a toda lógica, un día de primavera se casó con Isabel arropado solamente
por los parientes de la novia. Ningún miembro de su familia asistió a la boda.
Herido en su amor propio, y una vez muerto su padre, batalló de manera sanguinaria
por su parte de la herencia. No le importaba nada. Todo sea por el amor de Isabel.
Con el tiempo, las fichas comenzaron a caer una detrás de la otra. Como consecuencia
directa de su incapacidad para los negocios y el derroche grosero de su esposa con
la tarjeta de crédito, tocaron fondo en menos de 2 años.
El carácter de Isabel fue mutando tan rápido como se acabaron los fondos. Nunca se
había distinguido por ser una ama de casa devota, pero los últimos meses fueron fatales.
La casa era una pocilga y la heladera siempre estaba vacía.
En el barrio, los chismes comenzaron a arreciar. El momento culminante fue cuando
la vio salir de un albergue transitorio de la calle Rivera Indarte. Fue tal la decepción
que ni siquiera tuvo la fuerza de enfrentarla.
Esa supuesta indiferencia despertó en su mujer un desprecio irracional. Lo humilló de
mil y una maneras. Frases tales como: “Infeliz, ¿cómo pudiste pensar que una mina
como yo se iba a fijar en vos?” o “Ni siquiera un hijo me pudiste hacer…” retumbaban
en las paredes de la casa que en algún tiempo fue su nido de amor.
Isabel no tuvo compasión. Se encargó personalmente de ventilar sus intimidades y
se pavoneó contando sus correrías sexuales. Nadie podía comprender cómo él podía
soportar tanto escarnio.
Un lunes de Enero se juntaron para firmar los papeles del divorcio. Isabel llegó del
brazo del Negro Andrés. Estaba radiante. El vestido de lino floreado resaltaba su
voluptuosa figura.
Rafael no llegó solo. Venía acompañado por un hombre de unos 30 años. Vestía
un traje muy elegante y se destacaba por su esbelto porte.
Una vez que hubieron firmado el acta, y mientras se dirigían hacia la salida, el extraño
acarició con disimulo el brazo de su ex marido. Sin poder reprimir la curiosidad,
la mujer se aproximó a Rafael.
Con la boca fruncida en un mohín color púrpura, dijo:
-Te llamo cuando vengan los de la inmobiliaria a ver la casa.
Él le clavó la mirada y sin tartamudear una sola vez respondió:
-A partir de este momento, todo lo que quieras decirme, comentáselo a él.
Sin añadir otra palabra, los dos hombres se fueron caminando uno al lado del otro.
El rumor no tardó en desparramarse. Una semana después era “vox populi” que
Rafael había cambiado a “la yegua de Isabel” por un hombre. La mujer recibió
el golpe en el lugar donde más le dolía. Se encerró en la casa y se negó a recibir a nadie.
Tenía el orgullo maltrecho.
De ahora en adelante ¿Cómo iba a soportar las miradas de sorna de las malditas vecinas?

2 comentarios:

  1. No hay que hacer leña del árbol caído, pero creo que a Rafael hacía rato que venían rompiendo el culo. Pero gracias al círculo de la vida, "every dog has its day".

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