septiembre 15, 2010

EL DESTRIPADOR

Estaba obsesionado con la leyenda de Jack desde que tenía uso de razón. Literalmente devoraba toda la bibliografía del famoso asesino y coleccionaba cada uno de los filmes que se habían realizado a lo largo de los años.
La primera vez sucedió de manera más que casual.
Volvía muy tarde de la Universidad y contempló a su presa con súbito frenesí. La faena fue bastante caótica y desprolija. Esa noche se prometió a si mismo
perfeccionar la técnica. Era un verdadero insulto a la memoria de Jack trabajar de aquella forma.
No sentía predilección por ninguna clase de víctima
en especial. Aunque no podía negar que las prostitutas y los travestis que ofrecían sus servicios en la zona de Palermo, se
convertían de modo natural en un blanco fácil.
Con el tiempo logró gestar verdaderas obras de arte en apenas un
par de minutos. Le fascinaba crear escenas dantescas que perturbaran
hasta al más curtido de los investigadores.
Era un verdadero amasijo de vísceras y entrañas.
Muñecas rotas que ingresaban al más allá con los ojos llenos de espanto.
Hacía más de 15 años que trabajaba en el turno matutino, y ansiaba con
desesperación la llegada de la noche. No atacaba de manera cotidiana.
Prefería abstenerse durante algunas semanas. No era cuestión de cometer
algún error y terminar encerrado en un calabozo de mala muerte.


Salió del quirófano y se dirigió a la sala de espera del hospital. El hombre
y la mujer estaban sentados muy juntos con las manos entrelazadas.
Se acercó lentamente y anunció con tono cordial:
-La operación fue un éxito. Su hija está fuera de peligro.
La mujer se lanzó sobre él y con los ojos cegados por las lágrimas, exclamó:
-¡Dios le bendiga las manos, doctor!
Miró sus largos dedos y sonrió. Aquellas eran las mismas manos que por
las noches y mientras la ciudad dormía, saciaban despiadadas, su macabra obsesión.

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