septiembre 22, 2010

MATAR A LA INOCENCIA

La noticia de la muerte del Tuerto Oscar, llegó un 7 de Enero, una espléndida mañana de verano.
Estaba lavando la ropa en el patio de atrás. Su madre vino corriendo desde la calle con los ojos bañados en lágrimas. La miró con una mezcla de dolor y de culpa.
Adriana respiró hondo y se quedó quieta. Tan quieta, como cuando el Tuerto Oscar se deslizaba bajo sus sábanas noche tras noche, y convertía su vida en un verdadero calvario.

Adriana junto con sus hermanos, jugaba con los chicos de la cuadra desde la mañana temprano hasta bien entrado el crepúsculo. Sin duda las vacaciones de verano le concedían la posibilidad de disfrutar del tiempo a sus anchas.
Todo comenzó la noche después de Reyes. Si no fuera por el golpe que se dio al caer de la bicicleta, el día había transcurrido casi feliz.
Salió del baño después de cepillarse los dientes y se fue a acostar.
Abrazada a la muñeca que había recibido como regalo de Reyes,
Adriana comenzó a hundirse en ese plácido letargo que anticipa al sueño profundo.
No lo escuchó entrar. Fue tal su consternación que apenas pudo contener el aliento.
Los dedos del desconocido se movían rapaces bajo la sábana.
Su mente intentaba descifrar lo que estaba sucediendo, pero sus
escasos 8 años de vida le impedían comprender la demencial situación.
Intentó gritar, pero una mano fuerte y despiadada le tapó la boca con
violencia. El golpe final fue escuchar aquella voz tan familiar como querida.
-Quedate quieta, no pasa nada… -susurró urgido el tío Oscar.
Su vida se convirtió en una tortura cotidiana. Bajo la luz del sol, aquel hombre
socialmente respetado la trataba como una hija del corazón.
Cuando las estrellas iluminaban el cielo, el hermano de su mamá,
se convertía en un depredador sin compasión.
Repulsión, angustia, miedo. Sus emociones afloraban sin cesar y el secreto
que la consumía empezó a hacer mella en su pequeña existencia.
Todos advirtieron el cambio que se estaba operando en Adriana. Ninguno
fue capaz de vislumbrar la oscura razón.
Una tarde frente al televisor, la solución apareció como por arte de magia.
Sus ojos de niña, no podían creer que la telenovela que miraba la abuela,
le ofreciera la oportunidad de volver a ser libre.
El reloj del comedor dio las 11 de la noche. Casi no había probado bocado.
Subió a su habitación y se calzó el pijama. Salió del cuarto en puntas de pie y
entró a tientas al dormitorio de su madre. La luz de la luna la ayudó en su
frenética búsqueda. Sin perder tiempo, regresó a la cama. Su corazón latía tan
fuerte que pensó que le iba a explotar el pecho. Tenía la cara mojada. Se había
lavado los ojos con agua bien fría. Ahora sólo era cuestión de esperar.
Miles de imágenes irrumpieron en su mente. Mamá, papá, sus hermanos,
los amigos del barrio, los compañeros de la escuela. Era tal la vergüenza que
la embargaba que apenas podía controlar el llanto.
Él llegó puntual. Abrió la puerta con sigilo y sin mediar palabra se sumergió en la cama.
-Te quiero tanto Adrianita… -jadeó el tío con olor a alcohol.
Con la mente en blanco, y sofocada bajo el peso brutal del hombre, Adriana
alzó la mano y descargó el golpe con toda la fuerza de la que fue capaz.
El tío Oscar soltó un alarido que hizo temblar las paredes de la casa. Cuando la puerta
del cuarto se abrió, la madre de Adriana no pudo comprender la magnitud de la tragedia.
Su hermano ensangrentado, tirado en el suelo con un par de tijeras de modista
clavadas en el rostro, se retorcía como una bestia herida y blasfemaba sin cesar.
-¡Puta de mierda! ¡Te voy a matar!
Después de extirparle el ojo izquierdo, el tío Oscar fue a parar a la cárcel de Olmos.
Allí le impusieron el nuevo mote. No fue lo único nuevo en la vida del Tuerto Oscar.
Sus compañeros de prisión le hicieron experimentar en carne propia la agonía por la
que había hecho atravesar a su sobrina durante 2 interminables años.

-Murió anoche. Dicen que de un ataque cardíaco… -agregó la madre tímidamente.
Adriana suspiró. A pesar de la condena pública, de los años de cárcel, de las
innumerables sesiones con los psicólogos, a ella todo le sabía a poco. No lograba
hallar consuelo. Nada ni nadie podía volver el tiempo atrás.
Le habían robado la inocencia.
Ni la Justicia Terrenal ni la Divina, podían devolvérsela jamás.

3 comentarios:

  1. Diosss!! se me ha puesto la piel de gallina.
    Que odio sentía cuando el hombre se metía en la cama de la niña! ¡¡Está tan bien narrado que puedes sentirlo como algo tuyo!!!!!

    MUY BUENO BEE... MUY BUENOO!!!!
    Tendrías que colgarlo también en el face para que todos puedan disfrutar de este relato.

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  2. Se me mezclaron las emociones: compasión, odio, repudio, asco...Excelente narración!

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  3. Gracias x pasar por aquí!!! Realmente fue muy pertubardor escribir este relato. Pero hay situaciones "asqueantes" que creo que no debemos dejar de ver. Un saludo enorme!!!

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