CAMINO A LA LOCURA

Cuando clavó la aguja, pensó que no lograría finalizar
ni siquiera una puntada. La intolerancia a cualquier dolor físico
lo perseguía desde que era un niño.
Sin embargo, las circunstancias actuales lo habían depositado
en una situación en la que era inevitable exponerse a esa clase
de padecimiento.
La aguja corva iba cerrando la herida con una costura desigual.
Era muy difícil lograr un buen resultado.
El corte le atravesaba la mejilla completa y se extendía desde
la sien derecha hasta la mandíbula.
La sangre y las lágrimas de agonía, eran una mala combinación gustativa.
Con dedos temblorosos recogía el vaso de aguardiente y vaciaba
el contenido de un sólo trago.
La brutal faena finalizó una hora más tarde. Se enjuagó las manos
con desinfectante y limpió a duras penas los restos de plasma
que manchaban el lavamanos.
Llenó otro vaso de bebida y se dejó caer en el sillón del comedor.
Apagó la luz de la lámpara y permaneció a oscuras.
Intentando disminuir el tormento, trato de fijar la vista en la figura de
porcelana que apenas se distinguía en la penumbra del lugar.
La silueta de la pequeña bailarina lo depositó en escasos segundos
en el palco del Teatro Nacional. La orquesta interpretaba los primeros
acordes y el cuerpo de baile no se demoró en salir a escena.
De inmediato la grácil figura de la joven, comenzó la hipnótica danza.
El etéreo traje color marfil, contrastaba de modo impactante con
la pasión que aquella mujer transmitía.
Sus movimientos eran naturales y precisos. La entrega que se vislumbraba
en su rostro capturaba el fervor del público y lo incitaba a más.
Nunca habían cruzado una sola palabra. Ella ignoraba su existencia
por completo.
Tampoco le preocupaba. Pronto sabría de él.
Tenía la certeza de que era imposible que no lo amara.
A tientas, buscó el libro que llevaba consigo a todas partes.
Acariciar las frías tapas de cuero morado, le sirvió de remanso y
mitigó levemente aquel calvario.
El dedo índice fue recorriendo las letras del título, que en relieve,
se destacaban en la portada.
Al sonreír, una mueca de agonía le desfiguró los finos labios.
Su obsesión por aquella historia y el haber encontrado a su preciada
musa, lo habían obligado a tomar semejante decisión.
La navaja con restos de carne y sangre coagulada, yacía letal a su lado.
Pronto los sedantes comenzaron a hacer su efecto. Se aferró al libro y
cerró los ojos. Antes de caer en un profundo sueño, imaginó el primer
encuentro con aquel ángel que le había robado la paz.
Los latidos del corazón fueron disminuyendo y su respiración se
tornó suavemente acompasada.
De pronto el fulgor dorado de la luna se coló por la ventana.
Un haz de brillante luz besó con delicadeza el viejo ejemplar de
El Fantasma de la Opera que descansaba sobre su pecho.
Es imposible presagiar las consecuencias que acarrearán
los sucesos de esta noche.
De todas formas, ahora todo está en calma.
Por el momento, y sólo por el momento,
Eric duerme y espera agazapado en la oscuridad.