GLORIA

Diciembre, 1943.

Ahora sí que era la última vez. Se la llevaban lejos.

Y pensándolo bien, esa era la única forma de que lograran sofocar su irrefrenable instinto educativo. Porque lo suyo, sin duda era un verdadero sacerdocio.

Como una vez me susurró al oído “Esta es mi vocación”

Y nosotros dábamos fe de eso. No importaba las horas que le demandara el trabajo, ni el esfuerzo físico y mental. Ella hacía de su labor un servicio al prójimo.

Si no fuera por ese fulano que la conquistó.

Nadie apostaba una moneda por ese tipejo. Llegó una tarde de verano con aires de gran señor. Bajó de su reluciente auto y enarbolando un vistoso ramo de rosas rojas, ingresó a la casa de Gloria.

-Nada va a cambiar, no se preocupen chicos…- aseguró la señorita Gloria con una sonrisa en los labios.

Tal vez se confió demasiado o quizás se enamoró, lo cierto es que al poco tiempo nos enteramos que nuestra heroína se casaba y se iba del barrio.

La señorita Gloria era una institución en la vecindad. Todo el mundo la conocía.

Fue un golpe duro. Estábamos desconsolados. Con ella nos sentíamos seguros y cuidados.

Subió al auto del pelafustán y se despidió de nosotros agitando un pañuelito de seda blanca.

Nos sentamos en el cordón de la vereda y callados la miramos partir hasta que el auto se perdió en la distancia.

Incluso las detractoras más acérrimas debieron aceptar que la pérdida era irreparable.

Al fin de cuentas, lo que estaba en juego era ni más ni menos que la experiencia adolescente de debutar por primera vez.

Vaya uno a saber que clase de entrepiernas veleidosas reemplazarían a semejante valuarte.

¡Qué dolor, se nos fue la Gloria!