julio 24, 2010

SEXOTERAPIA: El colchón de agua

El martes pasado, Javier mi amigo “con derecho a roce” y yo, compartimos una encantadora velada en un coqueto restaurante recientemente inaugurado cerca de nuestros trabajos.
Después de degustar un exquisito café irlandés, las palabras empezaron a sobrar y los más bajos instintos comenzaron a florecer como por arte de magia. A los manotazos y como dos fieras salvajes dignas de protagonizar un documental para Animal Planet, los dos cruzamos a zancadas el estacionamiento y partimos raudos y a toda velocidad hasta el primer
hotel que se cruzó por la afiebrada mente de mi acompañante.
Como si el dios Eros en persona hubiese derramado una poderosa
oleada de erotismo, descubrimos con perplejidad que esa noche
TODO Buenos Aires pretendía fornicar.
Después de recorrer los cien barrios porteños y no encontrar
un maldito cuarto donde pernoctar, llegamos a un hotel muy fashion del centro.
La voz metálica del recepcionista anunció:
“Sólo quedan dos habitaciones. Una con cama de agua y otra con ducha escocesa.”
Javier me miró con un signo de interrogación pintado en la cara.
Yo despreocupadamente dije:
“La que usted quiera.”
Felices y satisfechos por haber encontrado un espacio donde recalar,
avanzamos ilusionados hacia la habitación 12.
Las luces se encendieron un momento y rápidamente el lugar quedó
en penumbras. Justo cuando Javier estaba a punto de encontrar
el panel de control, la hecatombe se cernió sobre nosotros sin siquiera
tener la decencia de avisar.
El taco de mi zapato derecho se enganchó con el borde de la alfombra
y yo, que soy torpe por naturaleza, caí de bruces sobre la cama de agua
cual vaca martillada en el matadero.
Fue un momento bochornoso. Encima el colchón se movía como si me
encontrara en la cubierta del Titanic a punto de naufragar. La bendita cama
no paraba de balancearse y el malbec con el que Javier había querido
agasajarme durante la cena, se agitó peligrosamente en mi estómago y pugnó
por salir de mi boca de la manera más escatológica.
Estaba mareada y sentía como si Mike Tyson me hubiese propinado
un terrible cross en la mandíbula. Curiosamente, mi maxilar se hallaba en
perfectas condiciones. Con horror y después que Javier logró incorporarme,
descubrí azorada un humillante y voluminoso chichón que se fue abriendo
camino sobre mi ceja derecha.
Como se imaginarán para ese momento la libido se había evaporado completamente.
El final de la noche no podía haber sido menos edificante. Javier y yo
acostados sobre la alfombra del cuarto, él mirando un partido de fútbol
de la segunda división y yo con una lata de cerveza fría apoyada sobre la mancillada ceja.
De pronto mi partenaire mirándome con elogiable consideración, murmuró:
“Hubiésemos elegido la otra habitación”
Con mal disimulado enojo respondí:
“Con mi mala suerte, seguro que si elegíamos la ducha escocesa, me patinaba
con algún chorrito de agua y me rompía la crisma de un tirón“
Moraleja:
¡Volvamos al sexo seguro! Nada mejor que una buena cama –de la forma que
ustedes prefieran- pero firme y resistente, que soporte con estoicismo
los ardientes fragores de la batalla.

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