octubre 29, 2010

LEVIATáN y el Infierno del bibliotecario

“La envidia va tan flaca y amarilla, porque muerde y no come”
Francisco de Quevedo.-


Maciel era un hombre insignificante para la mayoría de la gente. De aspecto enjuto y esmirriado, sus días transcurrían grises y monótonos dentro de la inmensa biblioteca.
Dicho lugar se había convertido en su refugio sagrado. No sólo por su obsesivo amor por los libros, sino porque
lo ayudaba a huir del infierno en que se había convertido su propia casa.
Una esquizofrenia despiadada estaba volviendo inmanejable
a su octogenaria madre. La mujer, una religiosa acérrima, se estaba
tornando cada día más impredecible.
La vida cambió por completo el día en que Virginia comenzó a trabajar
en el archivo de datos.
Además de ser una belleza de mujer, la cordialidad y su don de gentes
hicieron estragos en el corazón de Maciel. Su escasa experiencia amorosa
y la represiva conducta de su progenitora, habían sepultado su masculinidad
hacía una eternidad.
Horas tras horas observaba con fascinación el andar de aquella joven dama.
La maravillosa sensibilidad de Virginia generó en Maciel la necesidad de
volcar sus sentimientos en extensos poemas que escribía con inusitada pasión
en el seno de su hogar. Apenas probaba bocado y después de ordenar la casa,
se retiraba urgido a su cuarto.
Estos llamativos cambios no fueron pasados por alto por su anciana madre.
Si bien la enfermedad mental le nublaba la razón, el instinto maternal le advertía
que algo extraño estaba ocurriendo.
La confirmación de aquella sospecha llegó, la tarde en que lo vio entrar cargando
unas enormes bolsas. Su hijo que nunca le daba demasiada importancia a
su aspecto personal, había adquirido un par de trajes nuevos y se esmeraba más
que nunca frente al espejo del dormitorio.
Ya casi no le prestaba atención. Apenas le servía la comida y con manifiesto
desinterés le suministraba la medicación. Se negaba con excusas triviales a
acompañarla en sus prolongados rezos nocturnos y olvidaba cada vez más a
menudo leerle sus pasajes preferidos de la Biblia.
Una tarde tomó coraje y después de hurgar en una vieja cartera, encontró la tarjeta
que tanto andaba buscando. No fue difícil comunicarse con la vieja recepcionista
de la biblioteca. Conversaron durante media hora, el tiempo suficiente para que ella
descubriera la razón que justificaba el cambio radical que se había operado
en la conducta de su hijo.
El corazón le dio un vuelco. Sus pupilas se dilataron y un sentimiento frío y oscuro
se apoderó de todo su cuerpo. Los recuerdos se arremolinaron en su trastornada
mente. El padre de Maciel la había abandonado mucho antes de su nacimiento.
Se convirtió de un día para el otro en la vergüenza de la familia.
Enterró su posibilidad de construir una familia y siguió adelante con el embarazo.
Había entregado su vida entera por Maciel y ahora este le pagaba de esa manera.
Envidiaba su renacer como hombre, odiaba su posibilidad de volver a vivir,
pero por sobre todas las cosas deseaba con todo su corazón verlo fracasar
en su intento por ser feliz.
Mirando el crucifijo de plata que colgaba del respaldar de su cama y con
los ojos en llamas aulló:
-¡Es injusto! ¡Por Dios que lo voy a impedir!
Maciel regresó del trabajo y encontró todas las ventanas de la casa cerradas.
Preocupado, apuró la llave en la cerradura e ingresó al lugar. La habitación estaba
en tinieblas y se hallaba iluminada por la tenue luz de decenas de velas que yacían
desperdigadas por el amplio comedor.
La figura de su madre se destacaba poderosa en el centro de la escena.
Cubierta con un chal blanco, permanecía sentada en el suelo dentro de
un círculo dibujado con una tiza de color rojo.
El hombrecito quedó demudado. Cuando sus ojos se encontraron con los de
su madre, supo que aquella mujer había perdido la poca razón que le quedaba.
-¡Leviatán es mi señor! –gritaba la anciana como una posesa mientras agitaba
un libro con la imagen de la enorme serpiente marina.
Maciel sabía muy bien de que se trataba todo eso. No en vano se había pasado
la vida leyendo la Biblia junto a su madre.
Las crueles palabras que le lanzó la vieja se lo confirmaron.
-¡Envidio tu esperanza! ¡Envidio tu ilusión! ¡Envidio tu nueva vida!
Según las escrituras, Leviatán es el demonio que incita a las personas a caer
en las garras de la envidia. Es un deseo insaciable de poseer lo que tiene el otro.
Difícilmente el que es poseído por este ser maligno pueda ser exorcizado.
Sólo queda una salida.


La policía encontró a la mujer, muerta en su dormitorio con los ojos y la boca
macabramente cosidos. Puntadas torpes cerraban para siempre los párpados yertos
de la madre de Maciel.
Ese es el castigo que se le propina en el Purgatorio del Dante,
a los que miran con envidia la vida del otro...

6 comentarios:

  1. me has dejado pensando con este cuento, la relación madre-hijo siempre ha sido
    objeto de relatos hermosos, crueles, estremecedores y en este caso... truculento.
    Maciel no tuvo otra opción que cortar la envidia de cuajo, así como se saca de raiz la mala yerba.
    Tengo un texto que habla de la relación madre-hijo, pero desde otra arista, no se donde andará, si lo encuentro lo coloco en mi blog!

    Excelente Bee!!

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  2. Las relaciones humanas son tan complejas...
    Y mucho más cuando los vínculos son tan básicos y primarios. Si el lazo no está sustentado x el amor, las cosas se pueden poner muy feas...
    Me encantaría q encuentres el texto q mencionás en el comment. Abrazo enorme!

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  3. Yo solo digo que nunca,nunca, nunca trabajaré en una biblioteca........¿por qué siempre pagan los que menos culpa tienen?

    Genial Bee,

    Besos chicas

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  4. Gracias x el comment Mus!!! Un beso enorme!

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  5. Impactante Bee!!! Bien trabajado. Mi abuela solía decir: si la envidia fuera tiña, todos seriamos tiñudos...Un abrazo Peregrino

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  6. JAJAJA!!! Muy buena frase! Gracias x pasar x aquí Osvaldo! Un abrazo!

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