LA CIENAGA

Desde su nacimiento, la ciénaga era parte de sus vidas.
Los pies descalzos danzaban entre los juncos y esquivaban
con habilidad las piedras del traicionero lecho.
Las diversas clases de alimañas reemplazaban a las mascotas
y el agua estancada servía para aplacar el abrasador sol de Enero.
Un día cualquiera, la madre les prohibió bajo estricta amenaza
acercarse al sinuoso lugar.
Intentaron persuadirla, pero todo fue en vano.
La desobediencia, amiga íntima de la infancia, los devolvió a
la ciénaga un par de semanas más tarde.
Mientras chapoteaban en el líquido viscoso, las negras pupilas
del hermano mayor descubrieron un objeto que brillaba entre
las raíces de una enorme enredadera.
-¡Charo! ¡Encontré la medalla de papá!
Corrieron hasta la vieja casa como si estuvieran poseídos
por una fuerza sobrenatural. Entraron a la cocina y vieron a
su madre preparando una horneada de pan.
-¡Papá no se fue! –aseguró José a viva voz y enseñando la sucia medalla.
Las manos de la mujer se crisparon sobre la tibia masa.
Apenas tuvo tiempo de pensar.
-Su padre quiso dejarme por una cualquiera –y agregó mirándolos
directamente a los ojos- No supe como reaccionar…
La contemplaron con una mezcla de espanto y compasión.
A pesar de su corta edad, los hermanos comprendieron perfectamente
lo que estaba insinuando su madre.
Antes del amanecer, José regresó a la ciénaga por última vez.
Se acercó hasta la orilla enlodada y arrojó la medalla lo más lejos posible.
Conservaba la secreta esperanza de que esta se reencontrara
con el cuerpo de quien hasta hace unas semanas atrás había sido su padre.
Al volver sobre sus pasos y con el rostro cubierto por gruesas lágrimas,
aceptó con amarga resignación que a partir de ese momento,
y por esas cosas fatales de la vida, su destino era convertirse
en el hombre de la casa.