EL CUELLO DEL CISNE

Recorrió con la mirada la cruenta escena.
Finalmente, cayó de rodillas y lloró.
Con los ojos anegados por las lágrimas, pudo comprobar que no se
trataba de un sueño. La sala principal del castillo, lucía sus mejores galas.
Por orden del rey, todos estaban allí. Hasta sus pequeños hijos, participaban
de la macabra ceremonia de coronación.
El rostro del monarca estaba desfigurado. La desesperación y la ira le
nublaban la sensatez. Ya no era su Pedro. Tan sólo era un hombre consumido
por la angustia y el pesar.
Hipnotizada, observó la cadavérica imagen de la dama que yacía inclinada
en el sillón real. Ni las ricas vestiduras, ni las exquisitas joyas podían disimular
las huellas de la muerte.
El lazo de seda que se ajustaba al legendario cuello de cisne, mantenía en
secreto la puñalada mortal.
Los nobles que se acercaban al trono, no podían evitar una mueca de inequívoco
espanto. Se inclinaban sobre la mano yerta y se esforzaban por ocultar la
repulsión que les provocaba besar aquella piel que alguna vez fue lozana y ahora
sólo reposaba lánguida y fría.
Ni las persecuciones, ni los desplantes hicieron mella en su carácter.
Incluso su indomable espíritu gallego se sobrepuso al mote de ser la prostituta real.
Nunca le había interesado el reconocimiento de nadie. 
Su vida era plena gracias al amor de su esposo y de sus hijos.
Para el pueblo, ella era la Reina.
A pesar de su nobleza, no pudo escapar de la conspiración que organizaron
para matarla. Su suegro le temía y no estaba dispuesto a que su poderosa familia
heredara el trono de Portugal. De los tres responsables del asesinato, uno había
escapado y los dos restantes ya habían sido ejecutados.
De pronto, una energía arrolladora comenzó a elevarla.
Comprendió que ya no quedaba tiempo.
Su cuerpo entrelazado con Pedro, las tibias caricias de sus hijos, los días de
sol en la casa de Coimbra…
Miró por última vez a su hombre. Con un leve quejido le suplicó que protegiera
a los niños. El gran salón sucumbió bajo el peso de un silencio espectral.
Después de dos años de vagar entre aquellas sombrías paredes,
el fantasma de Inés de Castro se había ido para siempre.