SE ALQUILA

El viaje desde Bragado lo dejó agotado. Descendió en la estación principal y comenzó la búsqueda. Un amigo del pueblo le había sugerido que averiguara por habitaciones en casa de familias, pues resultaban más adecuadas para su limitado presupuesto. Después de recorrer unas cuantas cuadras divisó el cartel de “Se alquila “ sujeto a una antigua reja.

La conserje resultó llamarse Doña Martirio. Era una mujer de unos 60 años y exudaba una energía intimidante. En menos de un instante, le informó las condiciones del alquiler y lo puso al tanto de las costumbres de la casa.

-¡No se va a arrepentir! –exclamó eufórica mientras contaba los billetes con los que le había abonado.

Aunque la construcción databa de los años 40, la habitación estaba aseada y en buenas condiciones. En el momento en que iba a desempacar, alguien llamó a su puerta.

Una muchacha extremadamente delgada, lo miraba con ojos lánguidos mientras temblorosa, le ofrecía una bandeja cubierta por un mantel.

Con el correr de los días, descubrió que se llamaba Cristiana.

Alfredo se sentía un poco abrumado. Doña Martirio lo cubría de atenciones. La ropa siempre aparecía limpia y perfumada. Le preparaba sus comidas favoritas y por las noches, lo esperaba despierta con un té de hierbas para que conciliara el sueño plácidamente.

Hacía un par de semanas que estaba saliendo con una compañera de universidad. Pensó que sería una excelente idea llevarla a la pensión y presentársela a Doña Martirio.

La experiencia fue bastante extraña. Si bien los trató con mucho respeto, un gesto de evidente disgusto se instaló en el rostro de la mujer.

Aquella noche, doña Martirio no lo esperó despierta. Cuando llegó de la clase, encontró la casona silenciosa y en penumbras. Intentando hacer el menor ruido posible, atravesó el pasillo e ingresó a su habitación.

La luz de la luna que se colaba por la ventana, le permitió vislumbrar algo que no esperaba.

Inclinada sobre su cama, yacía Cristiana con un gesto de terror en la mirada.

Estaba desnuda. Parecía un saco de huesos apenas cubierta por las sábanas. Su cabellera larga y amarillenta ocultaba con pudor sus pechos secos y diminutos.

La chica no hablaba. Gruesas lágrimas de dolor surcaban sus pronunciados pómulos.

-Por favor… Ella me obligó…

Alfredo no podía creer lo que estaba escuchando.

-Esto no está bien, Cristiana.

Intentó abrir la puerta pero la misma estaba cerrada por fuera. Zamarreó el picaporte y enfurecido comenzó a llamar a la doña.

-¡Comportate como un hombre! –bramó la vieja desde afuera.

Alfredo estaba desquiciado. Recogió sus pertenencias y huyó por la ventana. Corrió como un poseso hasta agotar sus fuerzas.

La noche nunca le había parecido tan oscura.

Doña Martirio casi derribó la puerta. Tenía los ojos fuera de las órbitas y un dejo de espuma blanca se le escapaba por la comisura de la boca. La chica sollozaba como una animal herido. La zarandeó con violencia y la hizo callar.

Se levantó al alba.

Frente al espejo del baño, ultimó los detalles de su maquillaje. Después de dibujarse la fina línea de las cejas, cubrió los labios con carmín y salió al patio.

Se acercó a la reja y con cuidado ajustó el viejo cartel.

Exhaló un largo suspiro.

Con una mueca de desprecio, murmuró:

“Dios proveerá”